ESCRIBE: Sergio Piguillem, Profesor de Historia y Concejal de la UCR
Este 30 de octubre fue una fecha singular. No sólo por el hecho que significa para los argentinos un día cargado de las más fuertes emociones. En 1983 en esta misma fecha, como sabemos, se le puso una bisagra a la historia argentina. Se pasó de la larga noche oscura de la dictadura a la luminosa recuperación democrática.
Pero también fue especial porque se trata del primer 30 de octubre que atraviesa este gobierno. Un gobierno encabezado por actores que desprecian la historia de reivindicaciones populares y democráticas de su propia patria. Un gobierno que se aprovecha que tantos millones de argentinos se encuentran con la guardia baja, cargados de frustraciones por la pobreza y la exclusión que vivimos en nuestro país, para emboscarlos e inyectarles odio. Odio a sus próceres, odio a su herencia, odio a la libertad de prensa, odio a su Constitución y a sus instituciones.
Es realmente triste y preocupante. Pero aquellos que defendemos la buena política no debemos alarmarnos: el mundo entero transita un momento muy difícil. Hay quienes pregonan que el sistema de partidos, característicos de la estructura occidental de libertades públicas y anhelos de justicia social, está golpeado de muerte. Son esos los que en realidad quieren que suceda. Porque las pretensiones populares que expresan los partidos políticos son un escollo para los vivos de siempre, los de acá y los del mundo entero, para que terminen de hacerse con el poder que aún les falta conseguir.
La idea de la república democrática reconoce, justamente, la vocación social del ser humano, la sensibilidad por el dolor ajeno, la idea de que nadie puede salvarse si no lo hace en conjunto. Esta idea representa en la Argentina el 30 de octubre de 1983.
El triunfo de Raúl Alfonsín, como él mismo decía, era un triunfo de la democracia. Ese mismo domingo de elecciones expresó ante todos los micrófonos que la fiesta ya estaba dada. El resultado era secundario, porque había ganado el pueblo argentino.
Sin embargo, pese a sus propias palabras, propias de un hombre con tanta grandeza como Raúl Alfonsín, tan ajeno a envidias, recelos y rencores, su figura envuelve algo más. Los argentinos no quisimos cualquier democracia. Ese triunfo, esa bisagra no podía conformarse con medias tintas. Como Nación, convencidos en aquel momento del prestigio de nuestra herencia, convencidos de que se estaba por marcar a fuego las próximas generaciones, elegimos hacernos cargo del hambre de nuestra gente, del derrumbe de la industria nacional, del deshonor internacional al que se había sometido al país. Nos hicimos cargo, eminentemente, de juzgar a los que habían violado DDHH, decidiendo, con Alfonsín, el camino de la Memoria, la Verdad y la Justicia.
Un presidente argentino aplaudido de pie en todos los foros internacionales. Un presidente argentino al que no se le oyó un improperio, una falta de respeto, un ataque. Un presidente que no persiguió, ni cercenó libertades. Un presidente argentino que caminó con humildad. Un presidente argentino que hizo todos los esfuerzos posibles, como tantos otros políticos argentinos, para salvaguardar nuestra democracia en toda una vida de militancia y servicio.
Por todo eso, Raúl Alfonsín pasó a ser una institución, un símbolo de nuestra democracia. Es un símbolo que no le pertenece, ni nos pertenece a los radicales. Como dijo Antonio Cafiero en su funeral, le pertenece a todos los argentinos.
Porque es una de las herencias más caras de nuestra historia, no podemos permitir, y así nos expresamos como Concejo Deliberante de la ciudad de Córdoba, que ningún personaje, por minúsculo que sea, por más que ocupe las más altas magistraturas del Estado, nos lo venga a robar o a desprestigiar. La Historia, ajena a leyes matemáticas, sí tiene verdades, que suelen corroborarse a través de importantes consensos. Los argentinos los tenemos alrededor de la figura del Padre de la Democracia Raúl Alfonsín, el político que, justamente, más trabajó por los consensos.
¡Viva la democracia argentina, como quiso Alfonsín, por cien años más!