La Argentina vuelve a chocar con su propio laberinto inflacionario. Y mientras el Gobierno intenta vender calma con proyecciones optimistas, los números que circulan en los despachos privados y en los comercios de barrio dicen otra cosa: noviembre vuelve a pisar arriba del 2%, por tercer mes consecutivo, y ya nadie se anima a sostener el discurso de la “desaceleración permanente”.

La realidad es más cruda. Los precios estacionales vienen recalentados, los regulados empujan desde abajo y el rubro alimentos —siempre columna vertebral del malestar social— se transformó otra vez en la demostración viviente de que el programa económico de Milei convive con tensiones que el propio Gobierno evita admitir públicamente.

El caso de la carne es paradigmático. Tras semanas de aumentos encadenados, se encamina a ser uno de los factores centrales que explicarán la aceleración de diciembre. Los frigoríficos marcaron la cancha y los comercios apenas pueden maniobrar para no perder clientes. El resultado, como siempre, lo absorbe el consumidor: salarios que corren detrás y un índice que se vuelve a despegar de la narrativa oficial.

La pregunta que empieza a sobrevolar en el mercado es directa: ¿hasta dónde aguanta el relato de estabilidad cuando los indicadores dejan de acompañar? El Gobierno insiste en que se trata de “ondas cortas”, de un rebote puntual y de la resistencia de precios regulados que todavía no se acomodaron. Sin embargo, los economistas advierten que el combo tarifario que se viene, sumado al sinceramiento pendiente en combustibles y transporte, puede convertir el verano en una estación incómoda para el Ejecutivo.

Si noviembre termina confirmando otra cifra alta, la discusión sobre el rumbo se volverá inevitable. Porque la inflación no solo define el humor social: define poder político. Y, en la Argentina, cuando los precios se recalientan, siempre algo más empieza a desordenarse.

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