Las declaraciones de la diputada libertaria Lilia Lemoine sobre la última dictadura militar volvieron a encender la alarma en el Congreso y en amplios sectores de la sociedad, que advierten un preocupante intento de relativizar el terrorismo de Estado y banalizar uno de los períodos más oscuros de la historia argentina.
Con frases que fueron interpretadas como una justificación o minimización de los crímenes cometidos entre 1976 y 1983, Lemoine quedó en el centro de una tormenta política y social. Organismos de derechos humanos, bloques opositores e incluso algunas voces del propio oficialismo calificaron sus dichos como “inadmisibles” para una representante del pueblo en democracia.
No se trata de un exabrupto aislado. Desde su llegada al Congreso, la diputada se ha caracterizado por un discurso provocador, más orientado a la confrontación en redes sociales que al debate legislativo serio. Pero esta vez, el límite parece haberse cruzado: poner en duda el consenso democrático construido durante cuatro décadas sobre memoria, verdad y justicia.

“Negar o relativizar el terrorismo de Estado no es una opinión más: es una falta gravísima contra la democracia”, señalaron desde distintos espacios políticos que ya analizan avanzar con sanciones formales. En ese marco, comenzó a tomar fuerza la posibilidad de impulsar su expulsión del Congreso, una medida extrema pero contemplada en la Constitución para casos de inhabilidad moral.
El planteo abre un debate profundo: ¿puede una diputada que cuestiona los crímenes de la dictadura seguir ocupando una banca en el Parlamento? Para muchos, la respuesta es clara. La investidura legislativa no es un privilegio personal sino una responsabilidad institucional que exige un compromiso básico con los valores democráticos y los derechos humanos.
En el trasfondo aparece también la figura del presidente Javier Milei y su entorno, del cual Lemoine es una de las voces más fieles. El silencio o la tibieza frente a estas expresiones refuerzan las críticas hacia un oficialismo que, lejos de marcar límites, parece tolerar —cuando no alentar— discursos que erosionan consensos históricos.
Mientras tanto, la polémica crece y promete trasladarse al recinto. Lo que está en juego no es solo el futuro político de Lilia Lemoine, sino el mensaje que el Congreso le da a la sociedad: si la democracia argentina está dispuesta a defender su memoria o si permitirá que el negacionismo se siente, sin costo alguno, en una banca legislativa.
