El Gobierno nacional celebró con bombos y platillos el dato de inflación de junio: 1,6%, según el INDEC. Una cifra que, a simple vista, parece ser una buena noticia en un país históricamente golpeado por la escalada de precios. Sin embargo, detrás de ese número tan prolijo como engañoso, se esconde una realidad mucho más compleja y preocupante.
En primer lugar, el 1,6% de inflación mensual no representa el verdadero impacto que sienten las familias argentinas en su día a día. Los precios que más afectan al bolsillo —como alimentos, medicamentos, prepagas y espacimiento, transporte y tarifas— no se comportan con la misma mansedumbre.
Mientras algunos rubros se mantuvieron artificialmente contenidos por congelamientos, regulaciones o caída de consumo, otros siguen aumentando muy por encima del promedio. Según mediciones privadas, varios productos de la canasta básica subieron entre un 4 y 6% solo en junio.
Además, hay que tener en cuenta que la inflación núcleo —que excluye precios regulados y estacionales— fue mayor, ubicándose en torno al 2,4%. Es decir, el «corazón» de los precios sigue latiendo con fuerza, pese al maquillaje estadístico.
El número también se explica por una fuerte caída del poder adquisitivo y una recesión que ya es inocultable. El consumo está desplomado y eso, aunque reduce la presión inflacionaria en el corto plazo, tiene un altísimo costo social y económico. Comercios cerrados, industrias paralizadas, empleo informal en aumento y salarios que no se recuperan. No hay milagro económico, sino parálisis.
Por otro lado, varios economistas advierten que esta desaceleración de precios no es sostenible en el tiempo. En la medida que se liberen tarifas, se reacomoden los dólares financieros y se intente reactivar la economía, la inflación puede volver a acelerarse. El propio Gobierno lo sabe, pero apuesta a estirar el relato de “desinflación exitosa” el mayor tiempo posible, de cara a futuras elecciones.
El 1,6% es, entonces, más un número político que una mejora real. Un índice que busca instalar una sensación de orden donde aún hay desorden estructural. Una cifra que intenta calmar los mercados, pero no logra tranquilizar a la gente en la góndola. Porque, al final del día, lo que importa no es solo cuánto bajó la inflación, sino quién paga el precio de esa baja.
Y hoy, como casi siempre, lo están pagando los que menos tienen